Sugerencia cinéfila
La actriz y directora parisina Mona Achache ha llevado a la pantalla grande ‘La elegancia del erizo’, un súper ventas firmado por Muriel Barbery, que constituye (como el propio film) un tratado contra la hipocresía y un delicioso ensayo sobre las (falsas) apariencias, la soledad y la amistad. ‘El erizo’ describe la vida en un inmueble de lujo de una céntrica calle de París, principalmente a partir de dos personajes. Paloma (extraordinaria Garance Le Guillermic) es una niña de doce años que mira a su alrededor con ojos de adulta nihilista, y que escruta el mundo adulto con ojos de entomólogo a través de la vieja cámara Súper8 de su padre.
Sus grabaciones caseras, que acompaña de incisivos comentarios en off, documenta la existencia cotidiana en su hogar, con un padre que es ministro en la cuerda floja; una madre depresiva, adicta al psicoanálisis, los ansiolíticos y el champán; y una hermana mayor “obsesionada con ser menos neurótica que su madre y más brillante que su padre”.
La incomprensión impregna la vida Paloma, que se siente terriblemente incomprendida y que renuncia a un futuro “encerrada en una pecera”, como el resto de quienes la rodean. Por ello, ha decidido suicidarse el día que cumpla trece años, tomando una sobredosis de pastillas que le roba poco a poco a su madre.
En el mismo edificio reside Renée (Josiane Balasko), la portera, una mujer cincuentona, viuda y desaliñada, que resulta tan desagradable en el trato con los vecinos e inexistente para ellos como eficiente en sus obligaciones laborales. En su vivienda en el bajo, que comparte con un gato “gordo y perezoso”, tiene un escondite secreto donde cultiva su amor por los grandes clásicos de la literatura; pero por miedo a que la despidan, no puede permitirse que algunote los vecinos de la alta burguesía piense en ella como “una portera con pretensiones”, que lee a Tolstoi y adora el cine de Yasuhiro Ozu.
La vida de las dos protagonistas sufrirá un importante giro cuando, tras la muerte de un vecino, se traslade al edificio un elegante japonés llamado Kakuro (Togo Igawa), que hace que tanto Paloma como Renée abran el caparazón en el que se esconden para protegerse de un entorno hostil, y reconozcan el auténtico sabor de la vida.
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